Ladrones del mar
Una noche despejada y maculada de
estrellas envolvía la costa, donde la paz descansaba en una playa desierta.
Allí estaba yo, con una toalla, un camisón y un colgante con una libélula de
plata puestos, contemplando el baile entre las olas y la arena, en abrazos y desabrazos. Cerré los ojos y el olor de
las algas inundó mi olfato, el mar me estaba llamando. Mis manos sujetaron mi camisón,
lo desprendieron de mi cuerpo y después lo dejaron caer en la arena. El
colgante permanecía en su sitio. Un viento de levante surgió y sus manos frías acariciaron mi piel. Sonreí y
acudí a la llamada, corriendo hacia la fiesta de las olas. Ellas me recibieron
muy juguetonas intentando derribarme con sus embestidas, pero mis piernas eran más fuertes y me
mantuvieron firme, hasta que el mar llegó a mis hombros. En ese momento dejé
que él me sostuviera y con sus olas me meciera; las algas que me acompañaban se
enredaron en mi cuerpo como si me vistieran y la creciente luna mentirosa, tumbada,
como si fuera una sonrisa, igual que la que hacía mi madre hace mucho tiempo.
Sumida en paz y placer, deseaba permanecer toda la vida así, pero jamás pensé
que se cumpliera de esa manera.
Inesperadamente, una fuerza comenzó a arrastrar
mi cuerpo hacia el fondo, no pude reaccionar. El agua comenzó a cubrir mi cara,
viendo en el último instante como el aire escapaba en forma de burbujas y mis
miembros se sacudían como peces en la tierra. Esa fuerza, ¿era creada por el
mar por ser un simple juguete o era porque me amaba tanto que quería que viviera
junto a él? ¡Delirio!, esa fuerza pertenecía a unas manos de carne y hueso que
constreñían mi cintura, que pretendían trepar hacia mi garganta. Luchando por
la vida, ésta se iba liberando en burbujas y ya sin esperanza, volví a cerrar
los ojos bajo un manto de agua.
Sólo quedó oscuridad, a la que el tiempo
no afectó, hasta que una luz tenue la hirió, la del amanecer. Levanté la cabeza
y me contemplé envuelta en mi toalla, desnuda y empapada. Vi mi camisón en el
mismo sitio, pero noté que algo me faltaba. Llevé mi mano derecha al cuello y
solo sentí piel desnuda y mojada. Había volado mi libélula de plata.
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