sábado, 14 de enero de 2017

La noche que no dormí (Relato largo)

Siempre desde niño he sido alguien al que le gustaba dormir horas y ahora más cuando los años me pesan. En toda mi vida ha habido numerosas ocasiones para trasnochar pero por mucho que lo intentaba, pasada la medianoche caía redondo.

Ahora, como todos los ancianos canosos, arrugados, chepados, con algún diente o más que se tomaron la jubilación, y penitentes crónicos; espero con paciencia aprendida la llegada de la parca. Mas hay un secreto que quiero revelar antes de que ella me sorprenda. Me da igual que quien lea esto piense que estoy senil, me basta con que lo lea.

Los extraterrestres existen y conozco a uno. Eso fue aquella noche, la noche que conseguí no dormir.

En aquel entonces era un mozo paliducho de dieciocho, recién llegado a la ciudad para estudiar la carrera universitaria y cargado de ilusiones como cualquier joven de esa edad. En la ciudad me llamaban Jerónimo pero en mi pueblo me conocían como El Marmota. (Ya saben el porqué). Mi pelo era de un castaño claro casi rubio, mi cara lucía las marcas del acné y una perilla esperando a ser barba, y “presumía” de unas gafas redondas de pasta. Parecía un pollo ignorante que iba a ser desplumado. Un “empollón” se podría decir.

El caso es que antes de que os cuente que pasó esa noche, quiero situaros cuando todavía faltaba una semana para empezar las clases y acababa de instalarme en la residencia.

Al dejar mis bártulos en la habitación me percaté que otros dos estudiantes vivían ahí. Era una residencia masculina así que esperaba conocer a dos varones. La verdad es que estaba inquieto por las nuevas experiencias que iba a vivir, que si la carrera que iba a estudiar iba a ser como esperaba, que si me iba a llevar bien con mis compañeros y otras inquietudes que os podéis imaginar. De repente el ruido de la puerta abriéndose a mis espaldas me desterró de mis pensamientos. Me giré y vi a un muchacho de pelo ceniza, con muchas pecas salpicando su cara blanca, de ojos marrones como los míos pero más claros y con un tono rojizo, un poco más alto que yo… en resumen, bastante agraciado. Me saludó con cierta sorpresa, preguntándome si era el tercer compañero. Al momento, se lo confirmé y me presenté. Él, educadamente, hizo lo mismo. Se llamaba Sergio y el otro compañero ausente era Eduardo. El primero iba a empezar derecho y el otro, medicina. Si yo hubiera preferido una de esas carreras, mi familia y el resto del pueblo lo habrían entendido a la primera e hincharían el pecho de orgullo. Pero, desafortunadamente, había elegido una que no entendían: filología.

Dejando a un lado las riñas familiares, prosigo:

Más tarde tuve el placer de conocer a Eduardo, un muchacho que según me contó era de familia cubana y que llevaba viviendo en España desde que tenía diez años. Destacaban su barbilla robusta,  una cicatriz en el lado izquierdo de la boca;  pequeña y clara entre su piel negra cálida de tono claro; sus ojos de un verde turquesa muy bonito y el pelo rizado de color azabache. Era el más corpulento de los tres y se notaba que le gustaba el deporte. Otro chico bastante atractivo.


Una vez hechas las presentaciones, nos propusimos salir a tomar algo. Yo, aunque tenía pinta de rezagado, en realidad era muy lanzado, y a pesar de que no era un adonis al menos tenía don de gentes. Eduardo, que ya conocía la ciudad, nos recomendó una cafetería donde solía reunirse gente interesante como poetas, filósofos y otros locos que decidieron apostar doble en la vida. Lo que no esperaba es que conocería a alguien muy interesante.

Estábamos sentados los tres en la mesa, conociéndonos mejor. La impresión que tuve de Sergio es que iba a ser un futuro fiscal bastante simpático, con muchas ganas de juerga y con una seguridad arrolladora. Eduardo, en cambio, era más reservado pero no menos sociable. Se le notaba que era una persona tranquila, bastante ordenada y con una determinación admirable en todo lo que hacía: unas buenas virtudes para ser investigador de enfermedades infecciosas.

Mientras los dos conversaban, mi atención se desvió hacia un chico que acababa de entrar. Tenía como mi estatura con el pelo bastante corto de color rojo. Era tan blanco e impoluto que ni en su cara se apreciaban pecas ni marcas, como si fuera una estatua neoclásica; imberbe, y tenía una nariz fina y delicada. Pero lo que más me llamó la atención fueron sus ojos: eran de un azul casi gris. Sin duda, nunca había llegado a pensar que vería tanta belleza en un hombre.

Ya mencioné que era muy lanzado pero sabía que si un desconocido se te acercaba y se ponía hablarte como si te conociera de toda la vida, como mínimo te entrarían ganas de evitarle. Así que pensé hablar con él en otro momento y en otro lugar. Tenía la esperanza, juzgando por la edad que aparentaba, de que también fuera estudiante universitario.

Estando en mi habitación sonó el teléfono. Sergio fue quien lo cogió. Cuando me tumbé a echar una cabezadita, él me lo ofreció anunciando que preguntaban por mí. Ya estaba pensando qué decir sobre cómo me había ido el viaje, esperando escuchar a mi madre; mas, la vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida como decía la canción de Rubén Blades; era él. Me quedé muerto de vergüenza cuando afirmó que se había dado cuenta de que le observaba y helado de miedo en el instante en el que me llamó por mi nombre. ¿Cómo diantres lo sabía? Me pidió que no hiciera preguntas, que sólo escuchara.

Necesitaba quedar conmigo porque tenía algo que me interesaba. Se trataba de un reloj que yo había perdido. Un reloj heredado con mucho valor sentimental que perdí a los doce en una excursión. Para mí rezumaba misterio porque poseía un aspecto bastante peculiar y un origen que nunca me revelaron. (No os imagináis la rabia que me dio al extraviarlo). Cuando nací decidieron grabar mi nombre en él, así que debía de ser la explicación de por qué sabría mi nombre. No obstante, debería conocerme de antes o al menos a mi familia: había muchos Jerónimos y de lo raro que era el reloj lo más probable es que lo hubiera vendido. Pero, si ya nos conocíamos, ¿cómo es que no me acordaba de él? 

La cita era a medianoche, en la estación de tren. Me exigió que fuera puntual y solo. No me dio tiempo a formular preguntas porque ya había colgado.

Sergio, que había estado observándome, me preguntó qué había pasado. Oculté mi expresión de incredulidad con una sonrisa nerviosa y la excusa de que me había llamado mi madre porque me había dejado algo muy importante en casa. Él no se lo creyó del todo pero, al parecer, como acabábamos de conocernos decidió no meterse.

No entendía nada. No entendía por qué tanto secretismo, por qué a medianoche… Y cualquier persona sensata habría decidido ignorar la llamada y seguir con su vida. Pero la intriga de que esa persona tenía en posesión algo muy personal me hacía dudar de que me estuviera engañando. Además, estaba deseando conocerle. Decidí poner un poco más de emoción en mi vida. ¡Ay, la juventud!

Hacía frío. Mientras tiritaba me froté las manos con el corazón latiendo a mil. Muchas sensaciones invadían mi cuerpo: inquietud, miedo, impaciencia,… estaba excitado. Excitado en el sentido de expectante a lo que ocurriría cuando él llegara a mi encuentro. Ya eran las doce menos cinco. El sueño empezó a ganar el pulso a los nervios. En aquel momento era un récord estar despierto a esa hora. A las doce cerré los ojos. Una voz irrumpió en el silencio nocturno. La de quien esperaba. ¡Demasiado puntual para ser español!

Me llamó por mi nombre. Abrí los ojos sobresaltado y en un instante el sueño que me pesaba se evaporó. El pelirrojo dejó entrever una sonrisa que se dibuja en los reencuentros de familiares y amigos. Estaba claro que no sabía únicamente mi nombre. A continuación, sacó de su bolsillo el objeto de entrega.

¡Era tal y como lo recordaba! Lo había guardado como oro en paño. Acercó su mano derecha con el reloj al mío izquierdo, pero en el momento de soltarlo se detuvo diciendo que no lo volviera a perder. Le aseguré que ya era responsable de mis acciones y bienes. Éste enarcó una ceja sin perder la sonrisa, como si fuera un amigo escéptico cuando oye a su otro amigo decir: “Yo controlo”. Al final, su mano cedió.

Ahí llegó el momento que marcó mi vida. Aquello fue inevitable por querer conocer la verdad.
Le hice muchas preguntas: cómo se llamaba, cómo pudo localizarme, si conocía a mi familia… Muchas preguntas se agolpaban en mi cabeza para ser formuladas.

Le gustaba que le llamara Uve. Me contó que no conocía a mi familia pero sí a mí desde que era niño. Hasta el momento que perdí ese reloj. Me quedé perplejo. ¿Me había espiado todos esos años? Entonces se me acercó hasta cogerme la mano que sostenía el objeto. Me confesó que ese reloj no era de este mundo: era como una especie de conexión entre dos seres, dos mundos. Rarísimas veces se encontraban objetos así y quien los hallaba quedaría conectado con otro hasta la muerte de uno de ellos. En caso de defunción, ese objeto desaparecería al día siguiente. Me dijo que él era su compañero. Le repliqué que no entendía nada y que si me estaba tomando el pelo. Me preguntó si quería demostrármelo. Ahí hubo un silencio cargado de tensión.

Le pedí que lo hiciera, esperando a que se quedara bloqueado porque no podía hacerlo. Craso error.

Apretó un botón del reloj que hasta entonces desconocía su existencia. De pronto todo a nuestro alrededor perdió su nitidez hasta volverse borroso. Luego todo quedó blanco y no había nada más. Por inercia, cerré los ojos. No era capaz de asimilar que estaba fuera de mi realidad. No recuerdo cuánto tiempo transcurrió pero la espera terminó cuando Uve me ordenó que mirara. 
Tal vez fui el único humano privilegiado que pudo contemplar maravillas que cualquier otra persona habría matado por verlas. Algunas duraban como un segundo y había otras que estarían allí desde hace eones. Era privilegiado pero incapaz de entender aquella belleza. Eran como visiones aleatorias de momentos que habían ocurrido en la historia de la humanidad, además de otros que ocurrieron antes de que nosotros apareciéramos. ¿O tal vez después de que nos extinguiéramos?
Tanta información acabó por darme una jaqueca terrible, así que Uve decidió que regresásemos a mi mundo. Pronto todo volvió a definirse como el punto de inicio. Estaba de rodillas, sosteniendo mi frente por el dolor.

Mientras me recuperaba, Uve siguió explicando: él formaba parte de la especie sucesora de la humanidad. Nuestra especie había logrado escapar de su moribundo planeta y colonizar otro de condiciones similares. Pero no había llegado a prosperar tanto tiempo como el que había durado en la Tierra. Salvo aquellos que se adaptaron mejor. Millones de años más tarde nació su especie, “los emergentes” tal y como se traduciría al castellano. Desarrollaron una tecnología mejor y evitaron muchos errores que cometimos gracias a la información que habíamos guardado en los libros y lo que hoy en día se conoce como Internet.

El caso es que para estudiar mejor a sus antepasados (nosotros), idearon transformar ciertos objetos que en un tiempo pertenecieron a nosotros en una especie de puente que desafiaba las leyes del tiempo y la física. Ellos tenían una capacidad que carecíamos nosotros: un mapa de vínculos. Esa capacidad les permitía relacionar cualquier elemento con cualquier otro que estuviera vinculado. No importaba qué tipo barrera hubiera mientras el elemento que buscaran existiera o hubiera existido. Por ejemplo, ese reloj estaba relacionado conmigo por un vínculo sentimental ya que era de mi familia y Uve tenía un vínculo conmigo porque en ese futuro le pertenecería ese objeto.

Al escuchar todo atentamente, le pregunté cómo había conseguido llegar hasta a la época en la que yo vivía. La respuesta fue; como el Gato de Schrödinger: estaba y a la vez no estaba. Había traspasado la barrera tiempo gracias al vínculo pero sólo el vinculado podía percibirle, o sea verle, tocarle y hablarle. Nadie más podía.

Entonces me asaltó otra duda: cuando llamó al teléfono, ¿cómo pudo hablar con Sergio? Al hacerle esa pregunta, lo que contestó fue sorprendente: una compañera suya estaba vinculada con él. Ella, a través de un teléfono conservado y el número que estaba guardado en una megabase de datos, podía contactar con él preguntando por mí.

Ya sólo me quedaba una última pregunta: ¿por qué? Uve me sonrió.

Según dijo, fue la suerte en cuanto a que le tocara estar vinculado conmigo. Al principio fui un mero sujeto de estudio pero con el paso de los años, gracias a su gran empatía, me gané su afecto. Todas las emociones que había sentido mientras tenía ese reloj, él las había notado. Todo iba con normalidad hasta que lo perdí. Sin él no podía percibir mis emociones. A pesar de ser querido, seguía formando parte del estudio, así que él trabajó mucho para saber qué había sido de mí y cómo podía recuperar el contacto. Y en ese día por fin su esfuerzo dio frutos. Con el reloj en su bolsillo, se dio cuenta que era yo el dueño porque el objeto, al estar cerca de mí, emitió la señal que tanto había esperado, además de haberme reconocido.

Tras su suspiro de alivio, vino de nuevo el silencio. En aquel instante era incapaz de pronunciar palabra alguna. Todo lo que acababa de saber nadie más lo podía conocer. O al menos en aquel momento. No pude hacer otra cosa que romper a llorar. Enseguida Uve se acercó a abrazarme. Era la única persona lejana que podía tocarme, mirarme y hablarme. Y tal vez la única que mejor podría entenderme. Me invadió un sentimiento de vulnerabilidad y otro de tristeza porque mi intimidad había sido invadida, porque nos veían como un modelo de estudio y porque si había cumplido la misión de que yo recuperara el reloj, ya podía volver a ser un simple observador. Pasé bastante tiempo entre sus brazos.

Efectivamente, tenía que irse. Me dijo que gastaba muchísima energía manteniendo ese estado tangible, por lo cual no podía quedarse más tiempo. Le pregunté si iba a volver a verle alguna vez más. Esto fue lo último que recuerdo y lo que más me marcó en la memoria: Uve prometió comunicarse conmigo cada noche, para recabar datos y a la vez ser mi compañero. Al hacerlo, se desvaneció entre las sombras nacidas de los primeros rayos del amanecer. Había pasado toda la noche con él. Y no fue la única mientras tuve el reloj en mi poder. Después de esa noche, seguí mi vida adelante actuando como si no hubiera ocurrido.

La verdadera razón de por qué he escrito todo esto es porque esta mañana he ido a buscar mi reloj donde siempre lo guardo. No pude encontrarlo.

Dedico este escrito a mi querido Uve y espero que pronto nos volvamos a encontrar como siempre.






Este relato ha sido escrito para el taller de escritura de Nave Sonda como ejercicio de contacto:

Primer ejercicio del taller de la Nave Sonda

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